El Mensajero del Ajedrez (Relato por Rafael Gonzalez Custodio) - Planeta Custodio

lunes, 6 de marzo de 2017

El Mensajero del Ajedrez (Relato por Rafael Gonzalez Custodio) - Planeta Custodio




Aquella tarde, volvió a recorrer las calles de mi barrio. Cumpliendo con su cíclico rito, Ricopelo, el vagabundo, caminaba con paso tranquilo por los polvorientos y empedrados caminos, de una de las zonas más pobres y humildes de mi pueblo.

Hace muchos años que nadie le ve y todos, hemos perdido el rastro del misterioso halo de aquel viajero; por el que de niño, sentía una extraña mezcla de tristeza y admiración. Nadie sabía por qué le llamaban Ricopelo, quizás por su cabello, que a pesar de su edad, aún seguía sin canas. ¡Sí!, aquella tarde, volvimos a verlo, contemplamos otra vez, el tranquilo aspecto de este enigmático personaje, que ya forma parte de mis recuerdos y de la mitología de mi pueblo.

Desde aquella tarde, algo cambió en mi forma de ver a Ricopelo. Era una calurosa tarde de verano. Después de merendar, mi amigo Quico y yo, jugábamos una partida de ajedrez en la puerta de su casa; más que jugar, él me enseñaba los movimientos; de pronto, la atención de mi buen amigo, compañero y maestro; saltó súbitamente del tablero a la calle, para contemplar con veneración a nuestro vagabundo. Ricopelo, caminaba con sus viejas y raídas vestimentas, su descolorida mochila y su vara de acebuche que usaba a modo de bastón; se detuvo fugazmente cerca de donde estábamos jugando, miró el tablero, nos miró a nosotros, sonrió y continúo su camino. Su sonrisa, expresaba cierto aire de optimismo, como si pensara que mientras dos niños jugaran al ajedrez, la sociedad, aún podría tener solución. Siempre recordaré a Ricopelo como un hombre con destellos de ilusiones, quizás algo pensativo y con una bien contenida melancolía; pero cuando pienso en él, desde la óptica que nos impone el paso del tiempo, me parece ver una persona, que de alguna manera, se liberó del fatídico peso de la opinión de los demás y de otras responsabilidades sociales, que tanto nos atan y agobian. A pesar de todos los inconvenientes de su forma de vivir, para mí, siempre será Ricopelo, un símbolo humano de libertad.

No sabíamos cómo, ni por qué, ni cuándo, Ricopelo, decidió llevar esa errante aunque cíclica vida, o simplemente no le quedó otra elección que vivir vagabundeando.

Aquella tarde, una vez que Ricopelo siguió avanzando calle arriba, en dirección al campo; Quico y yo, sin saber cómo ni por qué, dejamos de jugar para seguir el camino que hacía poco tiempo, anduviera nuestro viajero. Al final de la calle Andalucía, nuestra calle, había un callejón que conducía a una era, donde jugábamos al fútbol y desde allí, se divisaba La Sierra De La Luna, único lugar europeo, donde hay laurisilva y cuyas vistas a la bahía, son fantásticas. Quico y yo, caminábamos en dirección a la era para salir al campo. Justo cuando íbamos a salir del callejón, nos detuvimos sorprendidos y llenos de curiosidad, para ver de nuevo a Ricopelo, con sus trazas de mendigo, que diría el viajero poeta y ciudadano del mundo, León Felipe. Ricopelo, al final del callejón, sentado en la acera, miraba muy fijo y muy pensativo, la puerta de una antigua casa, que estaba deshabitada desde hacía muchos años. Ricopelo, permanecía absorto en sus reflexiones y por su hierática expresión, intuíamos que aquella casa, significaba mucho para él. Sin parpadear, observaba en dirección a la puerta, parecía admirar algo que nosotros no veíamos. Pasamos de largo, aunque nuestra curiosidad era tal, que nos hubiéramos quedado atentos a Ricopelo, para saber qué ocurriría. Comprendíamos también que aquel hombre, quería estar a solas con sus meditaciones.


Llegamos a la era, los amigos del barrio, estaban jugando al fútbol. Todos los niños, al ver a Quico, enseguida empezaron a disputar para que Quico, jugase en sus equipos. Mi buen amigo, tenía un arte innato para el fútbol. En vez de jugar, habíamos preferido contentarnos con ver el partido. Después de un rato, Ricopelo, salió del callejón en dirección a La Sierra De La Luna .Todavía hoy, me parecen muy dignos y señoriales, sus majestuosos y seguros pasos a ritmo de bastón. A lomos de una vereda, Ricopelo, comenzó a rodear un cerro, dirigiéndose al Arroyo del Tiro, un afluente de nuestro río, que dividía a nuestro pueblo en dos, el río de La Miel. Quico y yo, nos miramos y telepáticamente, decidimos saber algo más sobre el itinerario de tan misterioso caminante. Decidimos subir al cerro y observar desde su baja cima. Veíamos de lejos a Ricopelo, proyectando su errática sombra, sobre el cauce del sinuoso riachuelo. De tramo en tramo, Ricopelo, recogía algunas plantas posiblemente de poleo, el mejor poleo de nuestro país. Poco a poco, bordeando el regato, Ricopelo, subía por una colina, pausadamente, a golpes de bastón, y una vez sobre ella, el sol, recortaba su silueta; que ahora no parecía de trazas de mendigo, sino de porte de mitológico héroe. Al descender la colina, su figura, fue difuminándose hasta que le perdimos de vista.

Como niños llenos de curiosidad, Quico y yo, acordamos investigar todo lo posible, acerca del hombre que acababa de desaparecer bajo el sol, cuya vida, nos parecía fascinante. Comenzaba a oscurecer y nosotros, debíamos regresar. Al pasar de nuevo por delante de la puerta de la abandonada casa, que tanto había sido contemplada por Ricopelo; nos detuvimos para observarla mejor. ¡Cuántas veces, Quico y yo, habíamos pasado por allí! y hasta aquella tarde, nunca nos había llamado la atención. Mientras miramos la puerta, nos preguntábamos por qué Ricopelo, permaneció casi extasiado durante un buen rato, mirándola. Nos acercamos atraídos por el imán de la curiosidad, para ver si a través de los rotos cristales de las ventanas, y de la puerta; podríamos ver el interior, pero la oscuridad, era tan densa, como nuestro desconocimiento.

Decidimos volver otro día, para investigar en mejores condiciones. Nuestra única obsesión, era descubrir la relación entre aquella casa y la vida de Ricopelo. Quico y yo, sabíamos, que de alguna manera descubriríamos la clave, el vínculo, la razón que enlazaba a Ricopelo con la vieja casa; pues el ingenio y el formidable sentido de la oportunidad de Quico, se unía a mi cabezonería; que tantos problemas me ha causado en mi vida.

Sin saber por qué, mi buen amigo y yo, aceleramos el paso, para jugar otra partida, antes de despedirnos. Colocamos las piezas y comenzamos a jugar. Mientras meditaba mis jugadas, de vez en cuando, miraba en dirección por donde había pasado Ricopelo. Pocas cosas, me han atraído más la atención que descubrir misterios, creo que como a todos los niños. Era ya bien de noche y mi hermano mayor, se acercó a casa de Quico para preguntar por mí; de esta forma, él descubrió mi interés por el ajedrez y nos enseñó a Quico y a mí, algunas jugadas importantes como el enroque y la captura al paso. Desde entonces, mi hermano, jugaba algunas veces conmigo y creo que jugando al ajedrez, que dicen algunos que es un juego de mudos; comenzamos a entendernos mejor. No hace falta decir que tanto mi hermano, como Quico, me ganaban siempre, pues sólo con mi cabezonería no podía ganarles. Quico y yo, terminamos la partida, recuerdo que una vez más, la ganó él. Al despedirnos, quedamos para seguir nuestras investigaciones al día siguiente.

¡Sí!, aquella tarde, vimos otra vez a Ricopelo, pero lo vimos de una manera distinta, como si tuviéramos una nueva percepción de la realidad o de la fantasía, porque ambos conceptos se mezclan en nuestra forma de comprender las cosas. Estábamos abiertos a una naciente comprensión sobre Ricopelo.

De niño, a veces pensaba, que de mayor, quería ser vagabundo y no sé, si algún día, retomaré la idea, porque nunca es tarde si la muerte no llega.

Al otro día, no pudimos seguir con la investigación, Quico estaba resfriado y durante unos días, no salió de su casa. Nos limitamos a jugar al ajedrez y trazar planes para ver si podríamos entrar en esa vieja casa que para nosotros, ya era la casa de Ricopelo. Quico ya estaba en forma, y como no nos dejarían regresar de noche, decidimos ir al día siguiente por la tarde, después de merendar el típico café con pan migado ¡Nos poníamos en marcha!

Había pasado como una semana, desde que viéramos a Ricopelo por última vez. Todos en nuestro barrio, sabíamos que él, recorría nuestras calles, unas dos veces al año. En los días próximos a los equinoccios de otoño y primavera.

Por la mañana, en casa de Quico, en el trastero que había en su patio, cogimos una linterna, por si teníamos que alumbrarnos y una barrita de hierro, por si teníamos que hacer alguna palanca en algún sitio de las ventanas o de la puerta. Al llegar la tarde y como tantas veces, me fui a merendar a casa de Quico, allí siempre fui muy bien recibido; aunque nunca supe la razón. Merendamos rápidamente y acelerados por la curiosidad más que por nuestros pasos, nos pusimos en camino. Con la linterna y la barra de hierro, ascendimos por la suave pendiente de nuestra calle, hasta llegar a casa de Ricopelo. Acordamos, no entrar en la casa, solamente miraríamos lo que hubiera en su interior. Antes de centrarnos en la casa, dimos una vuelta por los alrededores para asegurarnos que estaríamos tranquilos. El sol, todavía no acariciaba La Sierra De La Luna, lugar por donde se oculta en esa época del año. Teníamos bastante tiempo, hasta que llegara la noche. Como la casa estaba en lugar poco frecuentado, casi no temíamos que nos viera ningún vecino que anduviera por allí. Sin más precauciones, nos acercamos a la casa y la rodeamos, como si de una pequeña isla se tratase.

Buscábamos la ventana más abierta para mirar, alguna grieta en la puerta y si acaso algún hueco en alguna pared. Mirar por el techo, era nuestro plan, en caso de no poder ver, por ningún otro sitio. No encontramos sitios por donde mirar. La casa parecía hermética a la vista, cerrada a cal y canto, era como si todos los vecinos, a través de los años, hubieran respetado su digna estructura. Tampoco podíamos mirar por el techo, las paredes eran muy altas y toda la techumbre, estaba casi intacta, cubierta de sólidas y pardas tejas aterciopeladas con verdín. Las ventanas de la casa, estaban protegidas por gruesas rejas. Una de las ventanas de la parte izquierda de la casa, parecía estar un poco más abierta y nos asomamos por una pequeña rendija que se había formado por un lado del marco. Pudimos comprobar que dentro de la casa, todo estaba oscuro, y la luz de la linterna, cegándonos, rebotaba en los cristales. Nos impacientábamos, casi nos daba igual, que de vez en cuando algún vecino al pasar por allí, nos viera curioseando por la casa. Si queríamos ver algo del interior, el sitio más accesible era esa rendija, de ese marco de esa ventana. La otra posibilidad era dar un cabezazo a una pared, seguro que mi cabeza, hubiera servido de ariete y hubiéramos podido entrar.

Cada vez me impacientaba más. Quico, decía que había tiempo para seguir buscando una rendija por donde mirar, yo le contesté que de lo contrario, intentaría conseguir un hueco, haciendo palanca sobre la rendija del vencido marco. Mi impaciencia aumentaba por momentos, dando paso a mi obsesión. Después de examinar otro rato, no encontramos ningún sitio por donde mirar, así que cogí la barrita de hierro y me dispuse para hacer palanca a modo de un torpe y bruto Arquímedes. Coloqué la barra bajo el marco y empujé hacia abajo y con ayuda de Quico, el marco cedió un poco más y para sorpresa de nosotros, pudimos comprobar que había entrado algo de luz por la apertura que habíamos hecho. Al mirar y sin ayuda de la linterna, pudimos comprobar que hasta donde alcanzábamos a ver, la casa estaba completamente vacía, pero… ¡tuvimos mucha suerte!, justo en la pared interior de enfrente, vimos pintado en rojo y blanco ¡un tablero de ajedrez! En el centro de cada cuadrado, divisábamos algo clavado, que quizás eran alcayatas. Quico y yo comprendimos que esa era la razón, por la que Ricopelo, nos sonrió al vernos jugar. No tuvimos más dudas. Para nosotros, estaba claro que aquella casa y el ajedrez eran muy importantes para Ricopelo. ¡Ricopelo sabe jugar al ajedrez!, grité casi emocionado. Asomados por la nueva apertura de la ventana, seguíamos mirando un poco más el extraño tablero. Al poco tiempo, bajo los efectos de la emoción le dije a Quico:

-¡Me dan ganas de abrir la ventana!

Y una voz firme, que no sabíamos de donde salió, cruzó el aire de la tarde, hasta llegar a nuestros oídos.

- ¡Por favor no lo hagas, respeta la tranquilidad de la casa! Quico y yo nos giramos para ver (aunque ya lo sabíamos), quien hablaba detrás de nosotros.

Al volvernos, estábamos casi paralizados, sentíamos en nuestros corazones, la sensación de quienes han sido descubiertos, cometiendo un delito. Mi voz temblaba, casi no podía hablar, a duras penas, pude decir.

-Señor, sentimos lo que hemos hecho, nuestra intención no era estropear nada de la casa. Sólo queríamos saber como era por dentro, teníamos esa curiosidad.

La mirada de Ricopelo, parecía tranquilizadora, nos daba la impresión, que él, nos comprendía. Ricopelo preguntó

-¿A qué se debe esa curiosidad?

Un poco más calmado, respondí.

-Le vimos a usted, el otro día, mirando con mucha atención esta casa y creíamos que usted tenía alguna relación con ella y eso despertó nuestra curiosidad. Esbozando una sonrisa, Ricopelo dijo.

-Casi me alegro que así sea, salvo vosotros, todos los vecinos de este pueblo, parecen evitarme y no me extraña, debo resultar alguien raro para ellos.

Al oír esto, Quico, con su proverbial sentido de la oportunidad, creyó que era el momento adecuado, para decir:

-Señor, perdone la pregunta, ¿Usted, sabe jugar muy bien al ajedrez, verdad?, a nosotros nos gusta mucho; y nos hemos sorprendido al ver ese tablero de ajedrez dentro de la casa.

Con este comentario, el ingenioso Quico, sondeó los sentimientos de Ricopelo, intentando que nos dijera algo acerca de su vida. En efecto, Ricopelo, meditaba sopesando lo que nos iba a decir.

-Si os explico la relación que esta casa tiene conmigo, ¿me prometéis que no intentaréis entrar en ella?

Al unísono, Quico y yo, dijimos: ¡Lo prometemos!

Nuestro veterano interlocutor, nos indicó que avanzáramos con él, para sentarnos sobre unas piedras, que aún lindan con la era, según se sale al campo. Una vez sentados, Ricopelo, comenzó su relato.
“Ese tablero de ajedrez, que habéis visto, era el tablero con el cual enseñaba a jugar a todos los amigos que se interesaran por el ajedrez. Supongo que ya sabéis, que viví en esta casa. Yo era maestro en uno de los colegios de este pueblo, pero en tiempos de la guerra civil, debido a mis ideas políticas, me encerraron en la cárcel. También me acusaron de enviar mensajes con códigos secretos, a mis amigos de otros países. Eran cartas, que solamente contenían cordiales palabras y jugadas de ajedrez, para poder así, jugar por correspondencia. Estaba casado con una buena y bella mujer, que era muy sensible y de delicada salud. Poco tiempo después de mi detención, ella murió de sufrimiento y de pena. Hoy es su cumpleaños, por eso me habéis visto otra vez en tan poco tiempo; he venido a la casa, para dedicarle mis pensamientos, y lo hago sentado frente a la puerta. Cuando me detuvieron y ella murió, me quitaron la casa y la cerraron, por eso no puedo entrar.”

Ricopelo, calló un momento, parecía reflexionar; en ese instante, el persuasivo Quico, preguntó:

-¿Por qué usted, va y viene por el pueblo, de tarde en tarde? Ricopelo, nos miró. Sus ojos tenían ese brillo de las personas que aún poseen ilusiones. Esbozando la misma sonrisa de aquella tarde que nos vio jugar y con voz precisa y clara, continúo su historia.

-“Cuando estaba en la cárcel, enseñaba a jugar ajedrez a algunos amigos que conocí allí. Las piezas, las pintábamos sobre un papel, igual que el tablero, porque no teníamos casi de nada. Jugando al ajedrez, hicimos un grupo de ocho compañeros. Uno de los amigos, intentó suicidarse porque estaba desesperado, pero lo detuvimos a tiempo, para que no se clavara el tenedor, con el que estaba comiendo. Desde ese día, charlábamos más con él y lo ayudábamos como podíamos. Cuando aprendió a jugar al ajedrez, se interesó tanto por el juego, que ya no pensó más en el suicidio. El padre de este compañero, era un marino mercante muy pudiente y adinerado y cuando consiguió sacar a su hijo de la cárcel; nos sorprendió a todos los del grupo, sacándonos de ella. Ya fuera de la cárcel, este señor, nos reunió a todos y nos dijo que nos ofrecía trabajo en sus negocios. Viendo que dudábamos si aceptar o no, probó a plantearnos otra oferta, que consistía en regalarnos dos huertas que hay en los dos extremos del pueblo. Le dijimos que no se sintiera en deuda con nosotros, pero insistió en darnos los terrenos y nosotros, aceptamos encantados. Queríamos vivir de nuestro propio trabajo y hacerlo a a nuestro aire. Como es lógico, el hijo del marino se fue a trabajar con su padre, nosotros no teníamos familia. Para poder atender a las dos huertas a la vez, nos repartimos en dos grupos. Yo me ofrecí, para ser la persona que las mantuviera comunicadas y para trabajar en las dos huertas por temporadas. Así nació la idea de jugar entre los dos grupos, partidas de ajedrez por correspondencia. De vez en cuando, nos reunimos todos. Esta es la razón por la que dos veces al año, me veis recorrer el mismo camino. Este itinerario, es el más corto, y paso delante de la casa y me siento frente a la puerta, porque es mi forma de expresarle a mi mujer, lo importante que fue y sigue siendo ella en mi vida.”

En los ojos de Ricopelo, pudimos ver unas sombras de nostalgia. Pocas veces he sentido tanta empatía por una persona, como por Ricopelo cuando terminó su relato.

Quico dijo a Ricopelo.

-Señor, si hablo con mis padres ¿le importaría a usted, jugar con Rafa y conmigo una partida por correspondencia?

Ricopelo respondió.

-Gracias por tu ofrecimiento, pero ya no sé, si viviré muchos años y estas partidas a razón de dos jugadas por año, suelen durar demasiado tiempo. Pero si me permitís, os daré un pequeño obsequio.

Llenos de curiosidad, alegría y gratitud, aceptamos el regalo de nuestro venerado viajero. Éste, sacó de su mochila, dos caballitos planos de madera, que por detrás tenían unos pequeños aritos de hierro y nos dijo.

-Cuidad de estos caballos, los aritos, que veis ahí detrás, servían para que pudieran colgarse de las alcayatas que hay en cada cuadro del tablero que habéis visto pintado en la pared.

Agradecimos muchísimos a Ricopelo su regalo. Lentamente, nuestro héroe se levantó de la piedra donde estaba sentado y nosotros le imitamos. Una vez de pie, nos dijo.

-He de irme ya, me alegro de haberos conocido y por favor nunca dejéis de jugar al ajedrez.
Emocionado, dije a Ricopelo.

-Prometo no hacer ningún daño en su casa.

Me miró y me contestó.

-Te creo, y nunca dejéis vosotros de ser amigos. Adiós.

Quico, miró su caballo, yo, el mío y luego, nos miramos y comprendimos que algo mágico, hacía que nuestra amistad, aún fuera más fuerte. Nos despedimos de Ricopelo, que era ya para nosotros, un amigo; emprendió su viaje en la misma dirección que lo hiciera hacía unos días. Le quisimos acompañar con nuestra mirada, hasta que desapareció en la lejanía. Con la linterna, la barra de hierro y nuestros ajedrecísticos caballos; emprendimos la vuelta a nuestras casas. Al pasar por la casa de Ricopelo, miramos hacia la puerta y en la parte superior, suspendida del dintel, alguien puso allí un día de cumpleaños, una hermosa y roja rosa.

Se dice muchas veces y aquí también viene al caso, que cualquier parecido con la realidad, es pura coincidencia. No se bien por qué, he inventado este relato o cuento; quizás para resaltar desde otra perspectiva, la grandeza y virtudes contenidas en la amistad y en el ajedrez. Pero en todo cuento, casi siempre hay algo de cierto. En este caso, todos los lugares citados de mi pueblo, son reales, Ricopelo, era un mendigo, que recorría nuestras calles cuando yo era niño. Por otro lado, Quico, Francisco Saucedo Santos, jugó varios años en el primer equipo de fútbol de Algeciras. Era mi mejor amigo de la niñez y fue él, quien me enseñó a jugar al ajedrez. Todo lo demás, ha sido producto de mis fantasiosas tonterías.